“El pájaro que ha quedado apresado en una zarza empieza a temer, con las alas temblorosas, cualquier zarza que ve”. W. Shakespeare
Si ver algún pequeño indicio de celos en nuestra pareja nos puede parecer incluso halagador, cuando las conductas celotípicas se acentúan, la situación se vuelve insostenible.
La pareja del sujeto celoso se ve atrapada en una situación sin salida, ya que reconocer las acusaciones le hace culpable y negarlas también, y además, mentiroso. Cuánto más “falsas” sean las acusaciones, mayores serán los esfuerzos del acusado por demostrar su inocencia y más argumentos ofrecerá al acusador para que esté convencido de su culpabilidad. Por ejemplo, si la persona bajo sospecha hace algún regalo o accede a todas las restricciones que la persona celosa le impone, esta última pensará que lo hace porque se siente culpable o tiene algo que esconder.
Hay que distinguir entre la emoción de los celos y actuar de manera celosa, ya sea mediante el control o la violencia. Todos podemos sentir celos, pero eso no hace daño a nadie más. En el momento en que los celos hacen que actuemos de manera controladora y/o violenta nos convertimos en un peligro para nuestra pareja.
No debemos aceptar de nuestra pareja ningún gesto de control o de violencia. La violencia suele ser más fácil de detectar, aunque no siempre, pero el control nos hace daño de manera sutil y a veces pasa inadvertido. Si mi pareja me pide que no quede con alguien, o que no me ponga determinada ropa, entonces yo, conmovido por su sufrimiento puedo acceder, pero la cosa no suele terminar ahí. Lo más probable es que su desconfianza no desaparezca y continúe pidiendo más y más.
Si nos hemos alejado de las personas que nos quieren, si dudamos de lo que percibimos, si accedemos a hacer o dejar de hacer algo por evitar una fuerte discusión, si nos sentimos culpables, si nos valoramos menos, … hay algo que no va bien y es conveniente consultar a un psicólogo.
Podríamos definir la inteligencia emocional como la capacidad que cada uno tiene de poner las emociones al servicio de la elección y consecución de sus objetivos.
Para aumentar la inteligencia emocional podemos seguir un camino de 6 pasos:
Saber si se trata de tristeza, enfado, alegría, asco, miedo, amor, envidia, celos, etc. No podemos quedarnos en: me siento bien o me siento mal.
Prestaré mucha atención a la comunicación no verbal. Cuando alguien nos diga que se siente de una determinada manera pero con su cara, su cuerpo y su tono de voz nos esté transmitiendo otra cosa nos quedaremos siempre con este último mensaje. A través de lo no verbal resulta mucho más complicado mentir.
Es fundamental conocer ante qué situaciones siento cada emoción y para qué me sirve. Por ejemplo, el miedo surge ante un peligro real o imaginario y me sirve para ponerme a salvo.
Tenemos que ser capaces de ponernos en el lugar del otro para entender cómo se siente, no nos sirve pensar que se siente como nos sentiríamos nosotros en su misma situación.
Por ejemplo, solemos cometer dos errores típicos a la hora de gestionar el miedo.
El primero es evitar. Cuanto más evitamos lo que nos da miedo, más miedo nos dará.
La única manera de convencerme de que algo no es peligroso, como puede ser, subir en ascensor, es haciéndolo.
El segundo error es pedir ayuda. Cuando pedimos ayuda estamos perdiendo la ocasión de demostrarnos a nosotros mismos que podemos hacerlo solos.
El miedo o se supera en primera persona, o no se supera.
La herramienta fundamental en este punto es la comunicación. Tendremos que saber cómo empatizar, cómo hacer una crítica sin ofender, cómo manejar el enfado del otro sin “entrar al trapo”… en definitiva, cómo hacernos entender e influir en los demás.
Sentimos ira cuando algo se interpone entre nosotros y nuestros objetivos, o cuando consideramos que estamos ante una injusticia.
Es importante comprender que todas las emociones son útiles y necesarias, y la ira no es una excepción. Entonces, ¿para qué nos sirve? Nos avisa de que algo debe cambiar y nos motiva a detener aquello que consideramos injusto o nos causa malestar. Para ello disminuye el miedo y nos aporta la energía necesaria para actuar.
La ira en sí no es un problema, pero mal gestionada puede ser peligrosa ya que nos impide pensar con claridad y hace que actuemos de manera hostil y agresiva.
¿Cómo podemos entonces gestionar nuestra ira?
Lo mejor es prevenir, así que antes de perder los nervios ten en cuenta que es fundamental no dejar acumular lo que nos molesta, porque si no, seremos como una olla exprés que va acumulando presión y corre el riesgo de explotar.
También es muy importante cuidar el descanso y las demás necesidades básicas. Cuando tenemos sueño o estamos hambrientos es mucho más fácil que nos saquen de nuestras casillas.
Y, por último, procura bajar tu nivel de activación en algún momento a lo largo del día: puedes practicar técnicas de relajación, yoga, meditación o disfrutar de un baño relajante.
Cuando ya nos ha desbordado la situación y nos sentimos invadidos por la ira, poco podemos hacer. Debemos evitar responder con la misma moneda, la violencia provoca más violencia y cierra las posibilidades de comunicación. En cuanto notemos las primeras señales de que podemos perder el control, lo mejor será apartarnos de quien nos está irritando antes de hacer o decir algo de lo que luego nos podamos arrepentir. Tampoco es conveniente darle vueltas y vueltas a lo que nos ha enfadado, ya que solo conseguiremos enfadarnos todavía más.
Después de cada episodio de ira es útil hacerse las siguientes preguntas:
El afrontamiento de la ira pasa por ver las cosas de manera distinta. Adoptar el punto de vista del otro hará que le comprendamos mejor y nos enfademos menos. También nos puede ayudar, dejar de interpretar las relaciones humanas en términos de ganar perder, puesto que, en la mayoría de las situaciones o todos ganamos o perdemos todos.
Sentimos tristeza ante la pérdida de algo que consideramos valioso. Puede tratarse de la muerte de un ser querido, una ruptura sentimental o un despido. Pero también surge cuando lo que perdemos es la idea que tenemos sobre nosotros mismos o sobre los demás ya sea por humillaciones, derrotas o decepciones.
Todas las emociones son útiles y necesarias, pero ¿para qué nos sirve la tristeza?
La tristeza nos motiva a la no acción. Estamos apáticos, sin ganas de nada. ¿Y en qué nos ayuda todo esto? Aunque resulte difícil ver lo útil de la tristeza esta tiene una doble función:
A la hora de gestionar nuestra tristeza es bastante común poner en marcha ciertas soluciones que en lugar de ayudarnos complican más la situación sumando a la tristeza sana y natural otros sufrimientos innecesarios.
La primera es renunciar a actividades de ocio que habitualmente nos nutren, como por ejemplo, quedar con amigos, divertirse…
Este proceso de renuncia es como caer por un embudo de agotamiento. El embudo se crea cuando los círculos de nuestras vidas se hacen cada vez más pequeños. Cuando más estrecho se vuelve el embudo, más probable es que nos sintamos agotados y exhaustos.
Así que, lejos de ahorrar energía nos estamos privando de las estrategias más sencillas y eficaces para invertir el declive que nos puede llevar a la depresión y cargarnos de energía.
La segunda solución que empeora las cosas es enfrentarse al agotamiento esforzándonos más, porque lo que conseguimos es agotarnos más todavía. Como cuando alguien que ha caído en arenas movedizas se hunde más debido a los esfuerzos que hace para intentar salir.
En resumen, los esfuerzos que realizamos habitualmente para salir de este estado de ánimo, lejos de liberarnos, nos mantienen atrapados en el dolor del que estamos intentando escapar.
Por extraño que pueda parecer, la ciencia ha demostrado que está bien dejar de intentar solucionar el problema de sentirse mal, pero llegados a este punto, es mejor ponerse en manos de un especialista que nos ayude a volver a disfrutar de la vida.
M. Williams, J. Teasdale, Z. Segal, J. Kabat-Zinn (2010): “Vencer la depresión” . Ed: Paidós. Madrid.El nacimiento de un hermano es un suceso muy importante en la vida de un niño que genera un cúmulo de sentimientos de todo tipo, pero no solo en los niños, sino en toda la familia.
Los celos, como el resto de las emociones, tienen una función adaptativa y por eso han llegado hasta nuestros días. Los niños necesitan la atención y los cuidados de los adultos para sobrevivir y cuando ven que esta atención y cuidados peligran se activa el repertorio conductual de los celos para decirles a los padres: “Eh, que estoy aquí”. Es una reacción lógica y normal.
Los niños con celos muestran una curiosa mezcla de conductas. Se comportan como un bebé más pequeño para inspirar compasión, pero también les gusta comportarse como un niño más grande para demostrar que son mejores que el pequeño. Tratan a sus padres con una mezcla de cariño casi pegajoso y hostilidad. Puede tener rabietas y accesos de ira. Muestran hacia el hermanito un cariño exagerado, pero que bordea la agresión, como cuando le abrazan tan fuerte que casi le ahogan. Intentan a veces golpearle, o con más frecuencia ridiculizarle (“es un llorón”, “se hace caca encima”).
Los niños, aunque sean muy pequeños, quieren colaborar en el cuidado de sus hermanitos.
Pero los adultos solemos frustrar estos intentos por considerarlo peligroso.
A veces, lo hacemos de manera poco conveniente, provocando que el niño mayor se sienta confundido y no llegue a comprender por qué no puede hacer cosas que los demás si llevan a cabo.
Para evitar que el niño se sienta desplazado, se le puede invitar a colaborar en el cuidado del bebé.
En lugar de decirle: “No te acerques a la cuna del bebé”, “Al bebé no se le toca”. Podemos solicitar su colaboración con frases del estilo: “Si oyes llorar a tu hermanito, avísame corriendo e iremos los dos a consolarlo”.
Los padres, abuelos y demás adultos deben abstenerse de decir al niño que tiene que querer mucho a su hermanito, pues eso lo hará de manera espontánea.
Para el niño es una contradicción incomprensible que le pidan, por un lado, que quiera mucho a su hermanito, y por otro, que se le mantenga al margen del bebé.
Los celos entre hermanos son totalmente normales, y es absurdo (y muchas veces contraproducente) pretender negarlos, reprimirlos o erradicarlos. Tampoco debemos pronosticar que tendrá celos del bebé y relacionar cualquier problema con esta “profecía”.
“Sólo quien ha tenido miedo puede ser valiente; lo demás es inconsciencia.” G. Nardone
Dos errores típicos a la hora de gestionar la tristeza:
Cuando la depresión empieza a apoderarse de nosotros reaccionamos haciendo lo posible por quitarnos de encima nuestros sentimientos, ya sea reprimiéndolos o pensando para intentar encontrar un modo de salir de ese estado de ánimo. En este proceso, desenterramos penas del pasado (tristeza, culpa, vergüenza) y hacemos aflorar preocupaciones con relación al futuro (ansiedad). Mentalmente, probamos con esta o aquella solución sin sacar nada en claro y lo que conseguimos es frustración, e ira contra nosotros mismos por no ser capaces de liberarnos de esa tristeza tan incapacitante.
Paradógicamente, los esfuerzos que realizamos habitualmente para salir de este estado de ánimo, lejos de liberarnos, nos mantiene atrapados en el dolor del que estamos intentando escapar.
Por raro que pueda parecer, la ciencia ha demostrado que está bien dejar de intentar solucionar el problema de sentirse mal.
M. Williams, J. Teasdale, Z. Segal, J. Kabat-Zinn (2010): “Vencer la depresión” . Ed: Paidós. Madrid.“Quien se defiende agrediendo para no ser agredido, acaba por convertirse en el verdadero agresor.” G. Nardone
“Cualquiera puede enfadarse, eso es algo muy sencillo. Pero enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y del modo correcto, eso, ciertamente, no resulta tan sencillo.”
Aristóteles, Ética a Nicómaco.
La ira se genera cuando tenemos la sensación de haber sido perjudicados o tratados injustamente (engañados, manipulados, traicionados, heridos…). También sentimos ira cuando un obstáculo se interpone entre nosotros y nuestros objetivos.
Esta emoción nos avisa de que algo debe cambiar, motiva a detener aquello que nos causa malestar. Disminuye el miedo y aporta la energía necesaria para actuar. Se trata de una emoción potencialmente peligrosa porque nos impide pensar con claridad y hace que actuemos de manera hostil y agresiva.