Es importante limitar al máximo los conflictos familiares -entre los padres, entre los hijos y entre padres e hijos-, tanto en intensidad como en frecuencia. Si son persistentes o muy intensos, pueden afectar de manera negativa a la calidad de las relaciones familiares. Si cuando discutimos con los hijos o con la pareja, nos dejamos llevar por la ira, sucede que:
- En vez de centrar la atención en el otro sobre la conducta que nos molesta o preocupa, contribuiremos a hacer que se inhiba (aguantar el chaparrón) o que fije la atención en nuestros insultos, reproches, amenazas…
- Nuestro hijo o nuestra pareja estará también disgustado, y quizás reaccione con provocaciones verbales (“Así que piensas eso de mí; pues me voy a marchar de casa”, “A ver si tienes narices”) o no verbales (se marcha dando un portazo).
- Eso nos generará más irritación, y quizás castiguemos a nuestro hijo o dejemos explotar nuestra rabia con él (gritando por la escalera que no hace falta que vuelva, tirando algo contra la puerta…) También puede ser que no hagamos nada, y nos limitemos a acumular rabia.
- Entonces, tanto nosotros como nuestros hijos acumularemos rabia y nos distanciaremos los unos de los otros. Si eso pasa a menudo y/o las discusiones son muy intensas, sucede que:
– Los vínculos familiares se debilitan.
– La comunicación se deteriora.
– Dejamos de ser referentes para nuestros hijos (¿quién quiere parecerse a alguien o cooperar con alguien con quien no tiene un buen vínculo?).
– Perderemos la capacidad de influencia y de acompañamiento sobre nuestros hijos cuando estos tengan problemas.
Texto cedido por el IMFEF.