No me des todo lo que te pido.
A veces, sólo pido para ver hasta cuánto puedo coger.
No me grites.
Te respeto menos cuando lo haces;
y me enseñas a gritar a mí también.
Y… yo no quiero hacerlo.
No me des siempre órdenes.
Si en vez de órdenes, a veces me pidieras las cosas,
yo lo haría más rápido y con más gusto.
Cumple las promesas, buenas y malas.
Si me prometes un premio, dámelo;
pero también si es un castigo.
No me compares con nadie,
especialmente con mi hermano o mi hermana.
Si tú me haces sentirme mejor que los demás,
alguien va a sufrir;
y si me haces sentirme peor que los demás,
seré yo quien sufra.
No cambies de opinión tan a menudo
sobre lo que debo hacer.
Decide y mantén esa decisión.
Déjame valerme por mí mismo.
Si tú haces todo por mí,
yo nunca podré aprender.
No digas mentiras delante de mí,
ni me pidas que las diga por ti,
aunque sea para sacarte de un apuro.
Me haces sentirme mal
y perder la fe en lo que me dices.
Cuando yo hago algo malo,
no me exijas que te diga el por qué lo hice.
A veces ni yo mismo lo sé.
Cuando estés equivocado en algo, admítelo,
y crecerá la buena opinión que yo tengo de ti,
y así me enseñarás a admitir mis equivocaciones.
Trátame con la misma amabilidad y cordialidad
con que tratas a tus amigos.
Porque seamos familia
no quiere decir que no podamos ser amigos también.
No me digas que haga una cosa
si tú no la haces.
Yo aprenderé siempre lo que tú hagas,
aunque no me lo digas.
Pero nunca haré lo que tú digas y no hagas.
Cuando te cuente un problema mío,
no me digas “no tengo tiempo para bobadas”,
o “eso no tiene importancia”.
Trata de comprenderme y ayudarme.
Y quiéreme. Y dímelo.
A mí me gusta oírtelo decir,
aunque tú no creas necesario decírmelo.
(Desconozco el nombre del autor)