Cuando nos preguntan cómo nos sentimos, muchas veces nos limitamos a decir “bien” o “mal”, pero existen muchas palabras para poner nombre a nuestro estado emocional. Aprender a nombrar lo que estoy sintiendo, es el paso previo a comprenderlo y saber gestionarlo. El mero hecho de aumentar mi vocabulario y saber etiquetar correctamente una emoción hace que me sienta mejor y con más capacidad de control.
Tradicionalmente la educación reglada ha dejado de lado las emociones para centrarse en el cultivo de lo puramente académico. Ken Robinson en su libro “Busca tu elemento” cuenta como en la década de 1970, el doctor Anthony Storr, profesor de psicoterapia de la universidad de Oxford, decía que veía muchos ejemplos de la que él denominaba “neurosis de Oxford”, que definía como “precocidad intelectual unida a inmadurez emocional”. Tampoco se le puede atribuir todo el descuido de lo emocional al sistema educativo, pero es indudable que la enseñanza y la formación han sido una pieza clave para explicar el destierro de las emociones de la cultura occidental. El currículo académico convencional ignora en gran medida la importancia de desarrollar las habilidades sociales y de gestión de las propias emociones.
Este descuido de lo emocional hace que caigamos en el error de desaprovechar una valiosísima información. Cualquier actividad que hagamos con el objetivo más o menos consciente de silenciar lo que estamos sintiendo puede ser perjudicial a medio y largo plazo: ver la televisión durante horas, comprar, hacer deporte, beber alcohol o tomar cualquier otra droga, jugar a videojuegos… La actividad en sí no tiene por qué ser perjudicial, lo que nos hace daño es nuestra determinación por hacer como si no estamos sintiendo lo que estamos sintiendo. Una vez percibimos y comprendemos nuestras emociones, una herramienta que podemos utilizar para gestionarlas es la distracción pero utilizada de manera estratégica y deliberada.